Autor: Carolina Cantero – Ilustración: Cynicoon – Esteban Cantero
Estaba manejando. Manejando a casa para llegar a la cena de navidad. Con las manos al volante por horas, horas que se alargaban y pronto se volverían eternas, admiraba los árboles que le pasaban por la ventana.
Veía como la luz del sol con la más precisa quietud, calentaba el frío de afuera; alumbrando tenuemente con una luz dorada los árboles.
Podía sentir la luz calentarle lentamente la cara.
El camino era largo. Era eterno! ¿Pero qué importa una eternidad, el frío ardiente y la dulce soledad? Cuando al final del camino llegaría a casa, a comer los fantásticos romeritos de su madre y el desquiciado bacalao de la cuñada.
Mientras pensaba en los infinitos escenarios en lo que pronto se encontraría al llegar a ver a su familia, sonreía pensando en los chistes que fueron y los que pronto serán. En su solitud, le sonreía al camino, pensando en el futuro.
Y así pasó las horas, arrullado por su música cuidadosamente curada; recordando navidades pasadas y haciendo notas mentales de lo que debería hacer al llegar. Paso unas cuantas horas manejando por la misma carretera.
De un momento a otro, una llama de preocupación de encendido dentro de él. No sabía dónde estaba ni cuánto tiempo había pasado manejando el mismo camino.
Esperando que solo fuera su mente jugando y que tarde o temprano vería otros carros, locales o la entrada a la ciudad, pisó el acelerador. Sintió como lentamente el carro comenzó a tomar velocidad hasta que sin siquiera darse cuenta estaba yendo a 180 km/hr y subiendo a 200.
Continuo a esa velocidad su camino. No había quien lo detuviera y ni que lo parara, quería llegar, pero no había a donde. Después de un tiempo la alta velocidad se volvió lenta. Apretando fuertemente el volante, repasaba en su mente cómo es que se había llegado a esta maldita carretera que no terminaba.
Gritándole de groserías al celular por haberlo llevado por el camino incorrecto, él sabía que estaba en la carretera correcta, pero llevaba una eternidad manejando el mismo tramo.
Una y otra y otra vez.
Se encontró perdiendo la cabeza. ¡Tenía miedo, estaba sudando, y gritaba como loco! Sin aviso, ni advertencia freno.
Detuvo el carro y salió al frío del invierno. Dejó la puerta abierta y por un minuto escucho el silencio. Gritó con su toda su alma, de verdad esperando que alguien lo escuchara, que alguien respondiera a sus gritos desesperados.
Pero nadie respondió.
Se agacho de cuclillas, tratando de calmar sus nervios. Con los ojos cerrados sintió el viento y en el fondo escucho la alarma del cinturón del carro.
Miro hacia arriba como buscando por una divina intervención cuando de repente comenzó a escuchar a Eagles. Como si la música viniera de los cielos, escuchaba «Please Come Home for Christmas».
Se rio, cerró los ojos y comenzó a cantar.
Cuando volvió a abrir los ojos se encontró en el carro. En el asiento del pasajero y su esposa estaba manejando, felizmente cantando. Que, al verlo despertar, le sonrío con dulzura. Al verla, no pudo evitar más que suspirar con alivio.
En un abrir y cerrar de ojos, lo que parecía como una eternidad de soledad y desesperación se convirtió en una pesadilla absurda. Jamás sintió tanto alivio, sabiendo que pronto estaría en casa comiendo esos deliciosos romeritos y el mendigo bacalao.